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De las entrañas de la esencia misma, allí donde se origina la vida, comienza el génesis de los soñadores.
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Nacieron los océanos, los campos, los astros y los seres. Y al séptimo día... Dios creó al amor.
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Del Amor, las almas; seres que se hicieron carne; de ahí descubrieron
el sentir en las pieles.
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Un suave fulgor les iluminó la piel y estremecidos de pasión, sintieron calor en sus cuerpos.
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Fueron de ellos, hubo intensidad, ciegos sólo tocaban sus almas. Sin querer abrir los ojos y que el sueño cesara.
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No sabían qué nombre dar a este sentimiento, todo era nuevo, luego Dios puso consciencia en sus almas para ver qué uso le darían.
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Con los ojos transmitían su inquietud hacia todo lo nuevo que estaban viviendo. Cayeron en un sueño profundo...
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Aquel al que su Dios llamó espíritu. Libre como el aura, impredecible como el ímpetu del mar adentro.
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Al despertar, toda esa tormenta de emociones reconcomía en su mente estrujando las más íntimas fibras de su ser...
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Rebasados, encontraron una alternativa en una condición propia de su Dios. Descubrieron su facultad creadora.
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Crearían sin ley los días uno al seis... Reservando el séptimo para recrearse en el amor. Inventaron el tiempo.
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Lo vio al corazón y supo que ese hombre valía las letras que escribía, aunque éstas nunca fueran para ella!
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Así contaba el origen de Todo la anciana y sabia Ura, maestra de historias. Y todos la escuchaban atentos.
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En el principio, dijo Ura, los hombres no tenían historias pues el dios Leik las tenía todas y las guardaba para sí.
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A espaldas de Leik, una pequeña comunidad de soñadores guardó las palabras de las historias en una isla desierta.
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Con el paso del tiempo, los soñadores se olvidaron de soñar, olvidaron las historias y olvidaron la isla desierta.
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De pronto, del mar emergió la ira del dios de los sueños. Y por fin tuvieron miedo, el miedo a morir en los sueños.
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Deambularon insomnes, ignorando que eran del mismo material del que están hilados los sueños, morían poco a poco.
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Sin rumbo en una ficción que creían realidad, al compás de las olas. Ahogándose en sus temores infantiles.
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E intentaban, vanamente, naufragar en su propia imaginación y quedar varados en la orilla de la vida real.
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Sentían las caricias de las olas, elevaban una plegaria extraña de silencios y miradas. No sé si lloraban...
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No sé si reían. Ahí estaban, asustados, recién nacidos, parados sobre una playa tan real como ahora ellos...
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No sé si escuchaban el tronar de las olas sobre sus cuerpos, que iban creciendo junto con la Luna que los cegaba.
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No sé si desconocían su destino en la inmensidad del mar y la espuma que los cubría, los alimentaba y los protegía.
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Ura suspiró, como esperando una reacción de quienes la escuchaban confinados en esa lonja de tierra abrazada por el mar.
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Suspendida en una realidad alterna, se estremeció de placer, invisible al mundo que no quería verla como era.
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El vaivén de las olas golpeaba sus pies, invitándola a emprender la búsqueda de un viaje a su interior y renacer.
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Pero en su cabeza aún resonaba el silencio que la aturdía, y le impedía ver con claridad.
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Ella deseaba que ese silencio fuera roto por la voz que más amaba en el mundo. Hizo al mar cómplice de su espera.
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Ella en su infinita añoranza, su deseo y nadie más. La bruma cubre sus pies;
las olas del mar rompen el silencio.
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Ella en su soledad, que empozoña sus más arduos recuerdos, se muestra taciturna ante un viento recurrente.
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El viento recurrente trae a su memoria las caricias que nunca existieron de la voz que más amaba en el mundo.
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Las ficciones, que habían sido guardadas por Pandora, permanecieron a buen recaudo a la otra orilla de la vida.
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Cobraron realidad mediante la acción creadora de la Luna, que en sus manos, eran arcilla de la más fina verdad, con luz propia emitida.
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La vida más brillante que una estrella, se tatuó en la Luna y hechizó a los seres de arcilla, tan fuertes que el agua no los derrite.
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Ura conjuró: Seres a mares, allí, crasos. ¿Arcilla? Ser, amas, eres. ¡Despierten!
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Los seres de arcilla escucharon el llamado. Despertaron para que las historias ya olvidadas fueran escuchadas de nuevo.
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Y de sus manos nacieron princesas en eterna espera de príncipes azules, esos, que se divertían con las brujas.
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Y de los cabellos de la princesas nacieron las primeras ilusiones. Del azul de los príncipes, el cielo adquirió sueños de amor.
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Ilusiones que se convirtieron en realidad... En luces en el cielo que llenaron de esperanza los corazones de los príncipes.
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Los príncipes cabalgaron en sus pegasos encantados, y a su paso, convirtieron las flores en hadas nocturnas... Cuidadoras del amor.
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Mas estas hadas no podían existir sin sus opuestos. Ura sintió que un viento helado recorría sus entrañas.
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Le quedó la mente en blanco. Una destellante visión rompió su mudo pensamiento. Las hadas nocturnas celebraron.
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A partir de ese momento, parecía que iba a ser otra, y eso lo agradecía despierta, atenta a sus alucinaciones.
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Y sus alucinaciones fueron ella, diversificándose en otros tantos fantasmas sobre la faz de la tierra caliente, creando espejismos de paisajes.
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Paisajes de luz y sombras, de memorias profundas que evocan siluetas entrelazadas de amantes coludidos con la aurora.
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En esa sombra y soledad se encontraba a ella misma. El más preciado de sus momentos: renacía entre cenizas; ser.
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Y se pobló el cielo, la tierra, nacieron ojos para las montañas. La vida. Sólo quedo tiempo, y espacio maduro.
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Tiempo que en un inicio fue pleno de amor, relegado por una amnesia general sobre el carácter divino de su humanidad.
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Evitó mil palabras que galopaban entre su corazón y sus labios! Su silencio dio paso a su mirada.
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Mientras contemplaba la mirada que le describía la creación del mundo, la luz y la sombra, el día y la noche mostrándole el origen de los sentimientos entre suspiros.
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En esa mirada encontró la plenitud: la armonía de la unidad en un instante eterno.
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Su mirada, contenía la historia de los mares, de islas desiertas. Era tiempo de volver a apasionarse por la vida, de resurgir.
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Se levantó de la cama. Las olas tronando impidieron escuchar lo que dijo. Volvió a preguntar: ¿Qué? Ella suspiró.
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Cerró los ojos. Él se volvió loco, golpeó la mesa y la puerta al ritmo de las olas. Inició la tormenta.
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Desconocieron cada palabra antes escrita, ignoraron los tiempos y dieron forma a un fuego que fue inicio y fue ceniza.
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Ahora el ser equivaldría al decir, produciéndose un desgarro por cada presencia reconocida.
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El pequeño Arkäe, protegido de los seres celestiales, contemplaba todo desde las estrellas. Sin juzgar a los hombres... Aprendió.
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Pobres seres! -exclamó- Híbridos en un cuerpo material pero nacidos de sueños, confundidos daemones que olvidaron su patria.
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Renunciaron a volar por el ancla de sus cuerpos. Se hicieron tiempo cuando eran eternidad. Cuánta curiosidad me producen.
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Al sentirse observados recordaron: tenían una misión, estaban allí para no olvidar, debían construir un camino a los que vendrán.
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Se miraron los unos a los otros, y en los ojos ajenos se reconocieron. Empezaron a construir el nuevo camino, un nuevo cuento.
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Arkäe sonrió y Ura quiso buscar a Leik, su voz amada, para cambiarle las palabras por silencios. Tomó la balsa y se adentró en el mar.
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Ahí se percató que los silencios y las palabras compartían la armonía de sus labios enamorados. El mar y su sonido fueron cómplices...
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Arkäe guió el camino de la sabia Ura, para suplicarle a Leik que devolviera a los humanos sus historias. Ante sus lágrimas, él asintió.
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Ahora los humanos volvieron a ser dueños de sus historias pasadas y futuras. Decidieron crear una historia en el presente.
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Dueños de su destino, lo labrarían con amor y sabiduría.
Arkäe regaló una estrella a Ura, quien la cedió a Leik... Él la necesitaba.
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Un día, Leik supo de una mujer sin historia, ni destino y, firme a su promesa, quiso entregarle una en persona.
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Así fue que Leik comenzó a regalar estrellas e historias a todos los seres que necesitaban de ellas.
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...pero todas eran negras, tristes, pues Leik había comprendido, de pronto, que en el mundo casi todo era una farsa.
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Al levantar la vista al firmamento, observó abrumado que en la penumbra había una gran estrella que brillaba como ninguna.
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Así volvió la esperanza a Leik, y de él pasó a todo hombre, a todo ser... El mundo se contagió de fe.
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Hombres y mujeres celebraban su amor bajo esa estrella. Le enviaban sus deseos, esperando una señal que confirmase que serían cumplidos.
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